viernes, 27 de agosto de 2010

El mejor consejo.


“Mejor hacerse el tonto que andar de pie”, solía decir mi abuelo con cara de aflicción y, a la vez, de melancolía, como queriendo retroceder el tiempo para poder hacer uso de todas aquellas artimañas aprendidas durante los largos años de su vida. Más que una frase esto parecía ser una estampa, una arruga más en su desaliñado rostro.
          Mi abuelo es el único padre que reconozco. A veces lo extraño tanto que parece que lo voy a ver, sentado en el jardín hojeando un diario o regañándome por hacer ruido. Odiaba el ruido. Yo también. Parece que lo heredé de él. Poco a poco me vuelvo una mujer gruñona, testaruda y con cara de pocos amigos.
          Ahora bien, volviendo al abuelo, creo que la mayor parte de su vida la pasó construyéndolo todo. Todo menos su propio mundo interior: Construyó una infancia, intentando huir de su padre alcohólico y mascullando venganzas que nunca llevaría a cabo. Venganzas para salvar a su madre de aquella tiranía legal. Nunca lo logró.
          Construyó una adolescencia marcada por las diversiones de la época y por el trabajo duro impuesto por las usanzas y los avatares de la pobreza. Cultivó un gran amor por los libros, el más grande amor que haya sentido nunca por nada y que le acompañó hasta que perdió totalmente la visión bajo el manto grisáceo de unas cataratas en su mirada.
          Luego vino la familia. Se casó con mi abuela e intentó construir un hogar. Tampoco lo logró. Por ignorancia muchos hijos vinieron. Por ignorancia un par dejó este mundo. La falta de comunicación y extraños amigos “astutos” le indujeron al alcohol. Poco a poco se convirtió en su padre, sin notarlo y sin violencia, porque él no debía ser igual, debía tener alguna diferencia. No golpeaba a nadie, pero se imponía cual dictador con gran rigidez.
          Trabajó muchos años construyendo casas. Pero ninguna para él. La suya en cambio, se sustentaba en endebles vigas y estaba tan maltrecha que mi madre aún le teme al viento que allí trepidaba como ola en la roca.
          Cuando yo vine ya estaba viejo, enfermo. El tabaco se había comido sus pulmones y usaba un tubo de oxígeno. Ciertas noches me parece oír ese ruido de submarino, de acuario, que producía el aparato conectado al tubo.
          Así lo conocí, en una etapa reflexiva de su vida, donde ya no había prisa ni ánimo. Lo recuerdo discutiendo con el televisor, acerca de la política y el fútbol. También lo recuerdo enseñándome cosas: A dibujar, a multiplicar, a amar los libros. Esa es otra de las cosas que heredé de él. El amor por los libros. También me hablaba de historia, pero no la escrita en las enciclopedias sino la que se cuenta de boca en boca porque nuestro país, también tiene un “lado b”, un chisme histórico.
          “Mira, el huacho O’higgins era maricón, muy traidor y los milicos también.Todavía lo son…tropa de maricones” Entonces comenzaba a toser y sus ojos claros se ensombrecían para luego encenderse nuevamente mientras apretaba sus dientes impecables.
          La dictadura le dejó de recuerdo un par de huesos rotos y un odio profundo hacia muchas cosas.
          Como dije antes nunca se construyó a sí mismo. Era un hombre básico de planteamientos simples pero muy firmes y profundos. Nunca robó; Nunca estafó a nadie; Nunca tomó un trozo más grande que el de los demás. Pero siempre impuso su voluntad en casa, hasta el último día. Desde la cama daba órdenes y pedía cosas.
          Nunca sabré si estuvo bien o mal, si en sus últimas letanías habrá sentido conformidad ante lo vivido. Prefiero pensar que sí, aunque cuando lo hago, algo clava mi corazón. Trato de recordar los consejos que daba a todos. Algunos me han sido muy útiles como aquél “No te apures en dormir que el sueño vendrá solo”, bastante apropiado para una impaciente como yo. Me lo repito en voz baja cuando me siento oprimida por alguna espera. Y… a veces, sólo a veces, me hago la tonta para no andar de pie.

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